Vuelve a la zona de Monográficos

 

Mucho más, más que eso

Por Raphaela

Traducido por Ronna - Revisión: Heiko

Ilustrado por Mavitomo

Ubicación original

Secuela de Nos aprendemos despacio

Kirk/Spock

Fandom: Star Trek (XI )

Rating: PG-14

Pequeño spoiler de La ira de Khan

 

 

 

Cuando Jim se entera, no le dirige la palabra a Spock en una semana. Oh, duerme a su lado, y comparte el puente de mando con él, y una vez se pasea por el laboratorio de ciencias sólo para incordiarle. Pero no le habla, ni a él ni a Bones ni a nadie, en realidad.

No sabe lo que se supone que debe hacer uno cuando su amante anuncia que está embarazado, que piensa quedarse al bebé y que él no necesita hacer nada al respecto; así que se ha decidido por esto. Porque, joder, ¿qué otra cosa iba a hacer? Spock está enfadado, pero de esa manera abstracta y tan Spock de la que Kirk está bastante seguro que nadie más se ha dado cuenta, y la mitad del tiempo está seguro de que son sólo imaginaciones suyas, para empezar. Spock tendrá que limitarse a esperar que se le pase este acceso de emoción humana, igual que hace con todos los demás, y cuando Jim esté listo para volver a hablar con él, Spock estará esperando.

Pilla la idea de que es un poco cabrón, pero no sabe cómo ser de otra forma y, bueno, tiene a Spock, y Spock lo esperará. Es su familia ahora, sea cual sea la forma retorcida en que se hayan apañado para hacer eso realidad.

Es esa idea la que consigue que vuelva a hablarle, al final, pero cuando le pregunten Jim dirá que en realidad fue porque se puso cachondo.


 

 

 

 


McCoy ama y odia su trabajo a partes iguales; odia estar haciéndole análisis prenatales a Spock, pero le encanta poder mirar cómo Jim sufre un silencioso ataque de nervios junto a él y que Uhura se ría desde la esquina en que se supone que está arreglando las comunicaciones.

Recita un montón de precauciones: evitar el pescado, el sexo violento, las caídas y el levantamiento de objetos pesados; tomar sus vitaminas, dormir lo suficiente, dejar que Jim haga el trabajo duro durante un tiempo y, por el amor de Dios, usar protección si hay alguna posibilidad de que tu especie tenga un gen de emergencia para el embarazo masculino que se activa sin avisar. Spock asiente regiamente, porque ya sabía todo eso (bueno, excepto lo último, aunque finge que podría haber predicho, probablemente y en opinión de McCoy para evitar volverse loco).

—¿Queréis saber el sexo? —dice al fin, terminados los avisos, y una vez deduce que no hay más formas en estándar de expresar su frustración con este par. Uhura asiente, porque parece creer que tiene vela en este entierro y, dado que Spock aún no la ha echado, puede que tenga razón. Spock niega con la cabeza, no quiere saberlo. Jim asiente ansiosamente, casi dando saltitos sobre los talones.

Y es probablemente el hecho de que Jim parece tan condenadamente feliz, más que cualquier otra cosa, lo que hace que McCoy ignore a Spock (eso, y que está más enfadado con Spock que con Jim, porque Jim al menos lo mira a la cara cuando le echa la bronca).

—Vais a tener una niñita —dice, y sí que ama su trabajo, porque Jim se ilumina por completo y eso es algo digno de ver.

La forma en que los ojos de Spock se fijan en Jim y no se mueven, eso también es digno de ver, pero él no es esa clase de hombre. Sin embargo, a Uhura se le saltan las lágrimas, y si McCoy le dedica una mirada cómplice es sólo para hacerle saber que no está sola en eso, incluso aunque sea mentira. Porque es completamente mentira.


 

 


Los dos lo aceptan de formas distintas, y ése es el problema el primer mes. Jim construye una cuna y elabora planes tácticos para emergencias que incluyan al bebé y llama a su madre seis veces más de lo que lo ha hecho en el último año (no es que su madre vaya a saber qué hacer con un bebé –se le dan mejor los cristales de dilitio que los pañales—, pero llamarla parecía lo correcto). Spock se niega cabezonamente a reconocer que esté ocurriendo nada especial, porque es Spock y así es como hace las cosas, incluso aunque un día de éstos conseguirá que la cabeza de Jim explote.

No hablan mucho, y cuando lo hacen es acerca de la nave (permisos de tierra, la última teoría sobre curvaturas de Chekov, qué coño le ha hecho Scotty a los motores y qué hacer al respecto). Practican una cantidad asombrosa de sexo y es impresionante, pero después, cuando están tumbados en ese rato juntos que Jim está enseñándole a Spock, hay una desconexión.

Siempre empieza igual: están sudorosos y saciados, tumbados uno junto al otro, presionados con fuerza, en la cama. Y juguetean con las manos hasta que Spock empieza a adormilarse (está siempre muy cansado últimamente, pero Jim ya descubrió que era mejor no decir nada al respecto unos seis días antes de que conocieran siquiera la razón). Jim siempre espera hasta estar bastante seguro de que Spock está dormido, pero nunca puede llegar más lejos que bastante; cree saber casi todo lo demás sobre Spock, pero nunca sabe averiguar cuándo se duerme. Y entonces su mano empieza a caracolear hacia la tripa de Spock. Es algo relacionado con la aceptación, dice Bones, y es adorable, dijo Uhura (porque Bones se lo cuenta todo, así que sabe un montón de cosas que Jim preferiría que no supiera). A Spock no le parece bien, sin embargo, y si no está dormido –y Jim nunca es lo suficientemente paciente, así que nunca lo está— se levanta de la cama, y trabaja hasta agotarse, y termina durmiéndose sobre el escritorio.

Jim no deja de intentarlo.


 


Spock no sabe cómo se siente respecto a su embarazo. Admite que su primera reacción fue de fascinación ante el fenómeno biológico. Él y McCoy pasaron una hora casi agradable, una vez, debatiendo sobre las posibilidades del resto de órganos vestigiales vulcanos, después de descubrir lo que hace ese elemento pequeño y con forma de tubo. Le fascinan las ecografías, mirar la forma en que el resto de órganos de alrededor se ajustan para acomodar el nuevo crecimiento. El hecho de que no se revela en su cuerpo, de la misma forma que en una mujer vulcana apenas se aprecia nada ni siquiera en el sexto y último mes de un embarazo, también le fascina por ser tan profundamente consciente de lo que está pasando bajo su piel.

Después se encontró satisfecho –vaga, distantemente— ante la idea de colaborar en la repoblación de Vulcano, antes de que Jim le señalara que el bebé tendría sólo una cuarta parte de sangre vulcana. No se había sentido exactamente decepcionado ante eso, aunque Jim parecía pensar que sí. Jim cree que con el embarazo se volverá más emocional, más dado a las manifestaciones públicas de sentimientos, o al menos más humano. Jim se equivoca.

Spock encuentra extraño el sentimentalismo de Jim respecto a lo que es, después de todo, una condición médica. Así se lo expresa, y Jim suspira y dice que dejará de tocarle la barriga, pero que no piensa parar de comprar ropa de bebé. Porque la ropa de bebé es adorable, y además le da algo que hacer en los permisos desde que Spock no le deja hacer nada divertido. Spock le dice que es libre de hacer todas las cosas divertidas que quiera, pero no será libre, después, de volver a su camarote compartido.

No lo admitirá, pero puede que no fuera exactamente accidental que procedieran de la manera lógica (y como siempre lo habían hecho) desde la conversación a la que Jim se refiere cariñosamente como La Pelea de la Infidelidad (su sexagésima edición, si recuerda correctamente, y mucho menos dramática que la primera). Es casi una cuestión de forma ya; confía en Jim, y Jim confía en él, pero eso es algo a lo que se están acostumbrando.


 

 

 


Mirar a Spock embarazado es el mejor espectáculo imaginable, y Uhura lo está disfrutando más de lo que había pensado que sería posible disfrutar la vida de otra persona desde fuera. Es por eso que le gusta poner el oído cuando él y Jim están haciendo esas cosas idiotas relacionadas con el bebé (discutir sobre si quitar la pared entre sus camarotes, discutir sobre los nombres, ponerse nerviosos con los análisis médicos, ponerse nerviosos y maldecir cuando se lo cuentan al almirante Pike –bueno, el que se pone nervioso es el capitán, y las maldiciones son mayormente de Pike; Spock parece tranquilo–). Y así es como averigua que el capitán se derrumbó cuando descubrió que era una niña.

Spock, sin embargo… Spock es diferente. Y ella no intenta hacer nada; no sabe cómo tienen hijos los vulcanos, y no es como Jim. Nunca le pidió a Spock que fuera más humano de lo que era cuando estaban juntos, y no va a meter cizaña y sacarlo a la luz ahora. Ése podría haber sido su problema, a largo plazo, si Jim Kirk no hubiera sido su problema antes de que el otro tuviera oportunidad de convertirse en importante.

Sólo pensó que, bueno, le apetecía hacer algo por ellos. Y siempre había sido una inútil con las agujas; está segura de que hizo llorar a su madre al menos un par de veces con los enredos de lana que hacía mientras su hermana generaba incontables jerséis maravillosos. Pero siempre se le han dado bien las comunicaciones, o al menos desde que empezó en la nave. Así que cuando les presenta tres comunicadores adaptados (y pintados de rosa, algo que fue mayormente idea de Chekov), le sorprende ver cómo los rasgos de Spock se suavizan. No le sorprende que Kirk se dé cuenta también, ni el modo en que se lo agradece sin quitarle ojo a Spock.

Ve entonces a Kirk apoyar la mano sobre la barriga de Spock, justo encima de donde estaría el bebé, y Spock asiente, y se ablanda un poco más, y ella está segura de que sus labios se curvan de esa forma que sólo le ha visto con Kirk.

 

Ilustración de Mavitomo

 

 

Antes no sabía que podía sonreír, pero ahora lo sabe, y ella también sonríe un poco por ser parte de ello. Cuando se lo cuenta a Leonard en la cena, él le dedica una sonrisilla de suficiencia y le dice que es idiota, pero parece contento. Uhura está segura de que toda la tripulación está disfrutando de ver a su capitán y primer oficial convertirse en lo que quiera que vayan a ser con este bebé.

 


 

 


Nunca hablan de si van a hacerlo juntos. Tal vez deberían hablar, pero no lo hacen. Lo más cerca que están de ello es en el turboascensor, dos días antes de que nazca.

—Hemos hecho una niña —dice Jim, todo sobrecogimiento silencioso, poniendo la mano sobre la barriga de Spock; hace eso a menudo, incluso a pesar de que apenas se note que hay algo especial bajo el uniforme. Spock ha llegado a disfrutar de la sensación, tras su renuencia inicial, y opina que su hija también. No le ha contado esto a Jim porque le haría demasiado feliz verlo rebajarse a tal admisión. Y también porque si Jim no se lo contara al doctor McCoy él mismo, sí que se lo contaría a Uhura, que a su vez se lo diría a McCoy, y después Spock no volvería a tener un momento de paz en su vida.

Sin embargo, le permite a Jim este momento.

—Sí —dice—, hemos hecho una niña.


 

 


El parto es difícil, y feo, y estúpido, y a Spock no le gusta ni un poco más que a Jim. Pero él lo aguanta mientras Jim da vueltas por la habitación entrando en pánico, como si fuera él quien está abierto en canal. McCoy está más frustrado con él que con cualquier otra cosa, y así se lo dice; es, tal vez, apropiado que lo primero que oiga la hija de Spock sea a McCoy gruñendo obscenidades sobre su padre mientras éste hiperventila y Spock intenta concentrarse en la cara de Jim, y no en lo que está pasando debajo de él.

Entonces ella grita, y se hace el silencio.

Y luego Jim la está cogiendo en brazos, y sonriendo, trazando la forma de una oreja puntiaguda y dejando un beso sobre su ceja, que sigue asquerosa, pero Spock no dice eso porque está encantado por la forma en que Jim la sujeta, por cómo encaja en el pecho de su padre y lo mira con sus ojos oscuros, vulcanos. Encantado por el modo en que la siente contra su propio pecho cuando Jim se la cede. Lo divierte que Jim la recoja de nuevo igual de rápido, cuando la calma y juega con ella y le habla.

Se queda dormido entre los sonidos de Jim intentando cantar, y McCoy intentando examinar a su hija sin apartarla de los brazos de Jim.


 

 

 

 


No tiene nombre durante ocho días, y toda la tripulación está muy enfadada por ello. Uhura sugiere unos veinte, alrededor de uno cada media hora siempre que Jim está en el puente, y Chekov le presenta una lista de nombres rusos y sus significados. Pero a él no le interesan. Spock elige un nombre vulcano, pero parece que no es tanto que lo haya escogido como que estaba esperando, como si Spock siempre hubiese sabido quién sería su hija y cómo se llamaría. Pero Spock dice que no es para uso diario, y que necesitará también un nombre humano. Además, Jim no puede pronunciarlo, sin importar cuánto lo intente; le llevó siete semanas pillar el de Spock, y está seguro de que Spock ha hecho el de su hija aún más imposible sólo para incordiarle.

Cuando la mira ve a su hija (aunque no se parece nada a él, es toda Spock, desde los largos dedos hasta los pies ridículamente pequeños que él se empeña en meterse en la boca). No se ríe todavía, pero está seguro de que lo hará en algún momento. Aún no sabe cómo se llama.

Se había ofrecido a llamarla Amanda, pero Spock dijo que no, que ésa no era la costumbre, y que los niños eran cosas nuevas que no deberían cargar con el pasado. Así que Jim se pasa horas mirándola, aunque probablemente lo habría hecho de todos modos, porque no puede asimilar que él haya hecho a esta persona completa, entera. Que es mitad de él y mitad de Spock y va a volverlos locos, y crecer hasta ser una hermosa mujer, y es suya, de los dos. Pero le dice a Spock que está intentando escoger un nombre.

Al final se le ocurre Maria (1), en mitad de la noche, cuando está acomodada entre los dos, callada por fin, chupando felizmente un dedo de Spock y mirando al techo mientras los dos la miran a ella. Así que se llama Maria, y le pega, un poco, y es quien será. A Spock parece gustarle, en cualquier caso, y Uhura deja de incordiar.

 

 

Ilustración de Mavitomo

 

 

 


Lo primero que hizo Leonard McCoy, cuando descubrió lo jodida que era en realidad la biología vulcana y lo que podía hacer esa cosa en forma de bolsa cuando se la provocaba, fue decirles a ambos que una nave no era lugar para criar a un niño. Porque no lo es; es peligroso y no hay cuidado prenatal aparte de lo que recuerda de un par de turnos cuando era médico residente y Jocelyn estaba embarazada. Y de todas formas, no hay guardería y sí muchos enchufes en los que los críos pueden meter los dedos, y enfermedades espaciales, y el vacío del espacio y en general la cosa está muy jodida.

Sólo que han pasado tres semanas y está funcionando y no tiene ni idea de por qué. Los observa con una suerte de fascinación que no puede admitir realmente, pero por la que Uhura se burla de él de todos modos. Empieza por mirar a Jim completamente enamorado de su hija, la forma en que juega con ella y se burla y trata de hacerla reír por mucho que se le diga que es demasiado pronto todavía. La manera en que se la lleva a todos sitios y nunca la deja en el suelo, y cómo duerme en su cama la mayoría de noches. Y luego es el modo en que Spock los mira a los dos, casi cariñoso y muy suave, y cómo coge a Maria de brazos de Jim, diciéndole que a él también le toca un rato. Son como niños con un juguete nuevo.

 

Ilustración de Mavitomo

 

 

Jim trabaja el turno alfa, y Spock pasa el día con el bebé (lo que quiera que signifique eso siempre que no esté entrando a molestar a McCoy o pasándose por el puente para informar a Jim del suministro que la Flota les ha encargado (probablemente como castigo a algo que haya hecho Jim, pero todos lo agradecen en cualquier caso)). Spock tiene el gamma, y coinciden durante una hora por las mañanas en el camarote (medio dormidos, seguramente, como se puede deducir del hecho de que no lo llaman para decirle que el bebé parpadea muy deprisa y preguntar si eso es un problema), y otra por la noche, en el puente.

Es entonces cuando McCoy tiene turno con ella, porque es su padrino y, bueno, se merece un poco de tiempo, maldita sea.

 

Ilustración de Mavitomo

 

 

Es entonces cuando se le permite jugar con ella y hacer por una vez análisis sin comandantes chiflados mirando por encima de su hombro, y cuando puede hacerle cosquillas y contarle cuentos y dejarle jugar con los juguetes que según Spock no son educativos pero Jim cuela en la nave de todas formas, escondiéndolos en el camarote de McCoy hasta que Maria sea lo bastante mayor para ponerse del lado de Jim. Aunque, por la forma en que ella lo mira de vez en cuando –y sabe que eso es estúpido, pero jura que lo ha visto–, no está del todo seguro de que no vaya a estar del lado de Spock.

Pero el tema es que llevan tres semanas y Maria sigue viva, y McCoy está en realidad bastante seguro de que esto va a funcionar, y será increíble ver cómo pasa.


 

 

 


Spock le habla en vulcano la mayor parte del tiempo; Jim se ha dado cuenta después de seis meses. A veces algo de estándar: un trocito de nana, o si le está leyendo, cosa que hace durante horas; Jim no cree que haya muchos cuentos infantiles vulcanos.

Jim está acostumbrado a dormirse con los sonidos de un monólogo susurrado en vulcano fuera de su habitación, y despertarse también con ellos cuando ella llora y Spock trata de calmarla. A Jim le gusta fingir que está dormido, tratar de escucharlo y colarse en lo que quiera que tengan y de lo que él no forma parte. La oye reír, sonreír, agarrar el pelo o las orejas de Spock, la ve poner esa mirada tranquila que sólo Spock recibe. No es que Jim fuera a cambiar a su hija, o cómo es con él –alegre y graciosa y todo lo que alguna vez tuvo miedo de que nunca fuera—, pero ésta es otra faceta de ella. Otra faceta de Spock, también, cuando es su padre y nada más. Así que es algo que atesora, porque así es el tío en que se ha convertido, y puede vivir con ello.

Nunca le pregunta a Spock qué dice, pero siempre se muere por saberlo, y quizás por eso conecta el traductor automático un día, cuando se supone que debería estar leyendo informes, con Spock y Maria enfrascados en una profunda conversación enfrente de él (Spock habla y Maria emite ruiditos. Jim está bastante seguro de que le falta poco para hablar, aunque Bones diga que eso es ridículo. Es mitad vulcana, siempre será un poco más rápida, un poco más lista. Y, en cualquier caso, es su hija).

—Y eres más valiosa —está diciendo Spock. No es exactamente su voz la que llega del traductor, pero ningún ordenador podría sonar nunca como Spock, Jim lo sabe—, más valiosa para nosotros que el agua en el desierto, hija mía. ¿Sabes que eres preciosa? —Continúa en ese estilo; todas esas palabras cariñosas que Jim nunca ha oído, este volcado de emoción absoluta que, claro, Jim sabía estaba por ahí en algún sitio, pero nunca la había oído antes, no así. Y piensa en Spock, y piensa en Maria, y está más enamorado de lo que nunca ha estado antes.

No pretendieron tenerla pero, por Dios, cómo agradece haberlo hecho.

 


 

 


Durante los primeros siete meses de su vida, Maria quiere a todo el mundo, especialmente a Spock y a veces también a Jim. Pero eso cambia, y de repente no hay forma de que se quede con niñeras. Nada de dejársela a Bones y echar un polvo rápido en el turboascensor. Nada de encargársela a Chekov y hacer un informe para la Flota. Si está en manos de cualquiera que no sea uno de sus padres, chilla. No es que llore, no está exactamente triste. Está indignada y cabreada, y nada va bien en el mundo hasta que vuelve a estar con ellos.

No hace fácil la vida de nadie. Las citas médicas se convierten en un infierno, más de lo que eran antes. Spock está agotado, Jim aún más, y no han pasado veinte minutos juntos, solos, en lo que parecen semanas. Si no están de servicio, están con el bebé, y si están con el bebé, todo se mueve alrededor del bebé. A Jim se le ha olvidado lo que es estar solo con Spock. Besarlo durante más de unos segundos, sin que una mano pequeña y curiosa suba por sus mejillas y se cuele entre sus bocas. Y le encanta eso, claro que sí, es sólo… echa de menos cómo eran, antes del bebé, porque no se había dado cuenta de que no serían así después del bebé. Es duro.

—Dormir los tres juntos es una idiotez —le dice a Spock una noche, cuando Maria por fin está dormida, y Spock también, en su mayor parte. Está despierto en algo así como un débil tributo a Jim, pero lleva ocho horas en el puente, haciendo papeleo otras dos, y su camarote ya no sabe qué pinta tiene un lugar pacífico.

—A ella le gusta —discute Spock, dirigiéndose mayormente a su almohada—. Creía que tú también lo disfrutabas.

—Lo disfruto —dice Jim, porque no es un cabrón, y además es verdad. Es sólo que está paranoico por si la aplasta por la noche, y le da frío cuando se queda en una esquina de la cama mientras Spock y Maria se miran fijamente porque no necesitan dormir tanto como él. Espera un minuto antes de volver a hablar—: Te echo de menos.

—Estoy justo aquí —dice Spock, pero probablemente lo entiende, porque se apretuja un poco más a Maria—. Deja tu almohada para que se quede en la cama —añade, y Jim se levanta, se coloca al otro lado de Spock, detrás de él, y encaja la cabeza en ese rincón entre su cuello y su hombro donde siempre ha cabido, casi perfectamente. Inhala, ahí, y piensa que quizá el olor es diferente a como solía ser, antes del bebé. Piensa que tal vez es un poco más humano, un poco más terrestre. No lo ama menos, no hace que esté menos cómodo; quizá incluso un poco más feliz, como si él también hubiese dejado ahí su marca.

Su mano se desliza hacia el estómago de Spock, y mantiene el rostro pegado a su hombro, pero mira a Maria. La mira y huele a Spock y siente a Spock contra él y piensa . Piensa que esto está bien. Mueve la mano del estómago de Spock al de Maria y se queda dormido así, el corazón de Spock contra su abdomen y el de su hija contra la palma de su mano (2).

 

Ilustración de Mavitomo

 

 

 

 


El embajador Spock se fuga con Maria en Nuevo Vulcano, cuando están de permiso y ella tiene ocho meses. Desaparecen juntos unos veinte minutos después de que la nave aterrice, y vuelven unas tres horas después. Spock se mantiene muy sereno con la situación; Jim sólo quiere a su hija de vuelta de una puta vez. Sigue sin dejar que nadie más la coja en brazos sin gritar, así que se vuelve paranoico si no la tiene al alcance de la mano. Probablemente esto también pone a Spock de los nervios, pero a ella pareció gustarle el embajador Spock, tanto como a un crío puede gustarle cualquier cosa, así que ahí queda eso. Además, la traerá de vuelta. Probablemente.

Jim nunca ha superado realmente la idea de que alguien va a secuestrar a su niñita y llevársela a una cueva y no devolvérsela. Es esa idea constantemente en un pequeño rincón de su mente que según Bones viene con ser padre, así que tendrá que limitarse a vivir con ello. Jim está bastante seguro de que eso no puede ser verdad, y que Bones debe de estar medicándose, porque él se volvería loco si tuviera que dejar a Maria en la Tierra como Bones deja a Joanna.

En cualquier caso, malévola ex mujer de Bones y acuerdo de custodia bien jodido aparte, el embajador Spock sí que la devuelve, y ella se alegra de verlos, estirando los brazos hacia Jim y luego hacia Spock una vez está en los brazos de Jim.

—Yo nunca tuve hijos —les cuenta el embajador—. Es preciosa. —Jim es probablemente un experto en emociones vulcanas llegados a este punto, pero no cree necesario serlo para oír la nostalgia, el arrepentimiento, en esa voz—. Jim tenía un hijo —añade—, David, pero no creo que tú… —Su voz se va apagando. Jim niega con la cabeza. Al menos, no que él sepa. Y le gusta tener estas cosas vigiladas—. Puede que sea para mejor —dice el viejo Spock, suavemente.

—¿Vosotros dos nunca quisisteis críos? —pregunta, porque está seguro de que Spock y él son una constante. Por algunas cosas que el embajador ha dejado traslucir estos últimos años.

—El tiempo era un problema —dice el embajador—. El espacio. La biología. Estas circunstancias… el órgano no se ha activado hasta que la especie ha estado en peligro de extinción, eso lo sabes. —Jim asiente. No lo recordaba, pero sí que lo sabía.

—¿Los habríais tenido? Si, ya sabes, si pudierais.

Spock hace una pausa para cavilar, y al lado de Jim su propio Spock parece intrigado. Maria se ha agarrado a la punta de la oreja de Spock, y probablemente intenta metérsela en la boca, pero está fracasando, y a él se le da tan bien esquivarla que no tiene que prestarle demasiada atención.

—Lo desconozco —dice Spock, finalmente—. Lo que fue, fue. Lo que es, es. Volved a visitarme con ella, ¿querréis? —Jim asiente. Su Spock asiente, y su ceja se alza un poco, tal vez inquisitiva. Jim está seguro de que ésa no es una filosofía que su Spock haya seguido en años. El embajador Spock también asiente, y los dos se comunican en ese modo que ni siquiera Jim puede entender. Lo frustra, sólo un poquito, que alguien vaya a conocer siempre a Spock mejor de lo que él nunca podrá—. Larga vida y prosperidad —murmura el embajador, dirigiéndose a nadie y a los tres al mismo tiempo, antes de mirar directamente a Maria—. Especialmente para ti, pequeña.

 


 


Cuando Jim tenía seis años, cogió el perrito caliente de Sam y echó a correr con él, ignorando por completo a Sam, a su padrastro y a su madre mientras trataban de encontrarlos a él, al perrito caliente y al kétchup.

Ésa fue la primera y única vez que Jim Kirk comió tomate. También fue la primera vez que sufrió un choque anafiláctico. No fue la última (su récord está en tres veces en una semana, y después McCoy intentó estrangularlo, así que ahora todo el personal de cocina tiene mucho cuidado con lo que se le pasa al capitán, y sólo un poquito menos de cuidado con lo que se le pasa al primer oficial, porque a nadie se le ocurre cómo demonios consiguió Jim una almendra si no fue de la boca de Spock).

Cuando tiene veintinueve años y lleva a su hija a casa por primera vez, no está pensando mucho en sus alergias. No piensa en evitar las naranjas y el gluten y la mayoría de vacunas, ni en aquella cosa morada que Sulu le dio una vez, ni en aquel horrible punto final a sus experimentos con piercings en la lengua. Piensa en los cuatro días a solas con su madre y el bebé, y luego los otros cuatro días atrapado con su madre y Spock y el bebé. Está considerando seriamente escapar de casa. Joder, no es como si fuera la primera vez.

Así que le hace a Maria el desayuno y, sin pensar, le pone trocitos de plátano en el bol de cereales. A ella le gustan las frutas suaves, y nunca consiguen plátanos en la nave porque Spock los odia y de todas formas los plátanos replicados son muy raros, un poco morados y con la consistencia del poliestireno extruido. Así que Maria nunca ha probado un plátano. Y en realidad él sí que ha tenido cuidado. Son cereales sin gluten y con soja (Dios no permita que nadie de esta familia sea capaz de comer cualquier parte de una vaca, y el trigo es la comida de Satán). Le da de comer con una mano mientras se toma un café con la otra. Le pone caras y espera que su madre no vuelva de donde quiera que esté hasta que Maria esté bañada. Podrían salir a pasear o algo, eso les daría algo de qué hablar. El tiempo que hace, o lo que sea.

Así que, sí, en realidad no es del todo culpa suya no tener los ojos bien abiertos. Además, el plátano es una de las ocho cosas a las que no es alérgico, así que nunca le han hecho las pruebas a Maria, ni siquiera se le había ocurrido. Pero está prestándole atención, así que el segundo en que empieza a hincharse, el segundo en que nota el matiz de azul en los labios, es el segundo en que Jim está subiendo las escaleras a por la hipo.

Maria se pasa horas llorando después de eso, hecha un ovillo contra su hombro, aún en pijama, y pasa una semana antes de que consigan que vuelva a dirigir la mirada a un bol de cereales. Jim no puede parar de disculparse, ni siquiera cuando por fin consigue que se duerma (en su regazo porque, bueno, está un poco acojonado y se lo ha ganado, y ella es cálida y dulce y suave, huele a vida y a milagro). En algún momento en medio de todo eso su madre ha llegado a casa, y se esfuerza por consolarlo, aunque la verdad es que nunca se le ha dado bien.

—A mí también me ha asustado —dice su madre, y le pasa un poco de té. Huele a esa mierda que hace Spock y que él arregla un poco con leche y azúcar cuando cree que nadie mira. Lo coge de todos modos. Es bueno tener algo caliente entre las manos, que no tiemblan en absoluto.

—Ya —dice. No va a establecer vínculos afectivos con su madre a raíz de problemas de paternidad. Es algo que sencillamente no va a pasar.

—Tu padre era alérgico a los plátanos —añade ella, después de un minuto—. Creo que no llegaste a saber eso. —Jim niega con la cabeza en silencio porque, joder, no va a establecer vínculos a raíz de nada de esto. Además, no tiene ni idea de qué saldría si abriera la boca.


 

 


Spock sabe lo que es sentirse aterrorizado, de una forma más bien abstracta. Asumía que la forma en que se sintió la última vez que casi vio a Jim morir delante de él era parecida al terror; que podría ser, de hecho, terror.

No tenía ni idea. No tiene ni idea de lo que es el terror hasta que está en su camarote, haciendo papeleos, y Jim y Maria están en el suelo, en un rincón. Les presta un poco de atención, no la suficiente como para distraerse de sus tareas pero sí para saber que Jim la está alzando para que camine y amenazando con soltarla. Ella ríe, un sonido brillante y pequeño que su padre ha terminado arrancándole con el tiempo. Uno sin el que Spock no se imagina a su hija.

Lo último que recuerda haber pensado es que debería escribir a su padre, decirle que pasarán por la Tierra en unas semanas, para hacer reparaciones y celebrar el primer cumpleaños de Maria. Que debería buscar algo de tiempo para poder volver a ver a su nieta.

Y entonces Jim ha soltado a Maria, y ella se está riendo, encantada consigo misma mientras da unos pocos pasos temblorosos. Jim mira a Spock, y ve esa expresión, esa mirada excepcional que ha llegado a conocer tan bien, que grita mira lo que hemos hecho y dios, te quiero y nuestra pequeña más fuerte de lo que podrían ser nunca las palabras. Y entonces Maria se cae, golpeándose con la mesa de café, y chillándole su nombre, no el de Jim. Y Spock la levanta en brazos sin pensar. La sujeta, tratando de consolarla y examinándole la cabeza, y está aterrorizado.

—Eh, cariño —dice Jim, arrodillándose a su lado—, ¿has visto lo que acabas de hacer? —Ella levanta la vista hacia él, pero mantiene los brazos alrededor del cuello de Spock. Éste no tiene demasiada intención de dejarla ir—. Has andado —le dice Jim. Spock es agudamente consciente de este hecho. Besa la punta de la oreja de Maria, y después mira a Jim.

—Debería estar en la cama —dice—. La dejaré con la enfermera Chapel antes de nuestro turno mañana.

—Spock… venga ya, acaba de dar los primeros pasos. Deberíamos dejar que se quedara un poco más tar…

—Los niños necesitan rutina —dice. Jim, desconcertado de que Spock haya interrumpido a su capitán incluso a pesar de que no son nada parecido a capitán y primer oficial aquí, no vuelve a hablar hasta que Spock ha salido de la habitación, con Maria en brazos. Puede que ni siquiera entonces; Spock no tiene forma de saberlo. Nunca ha tenido noticias de que Jim permaneciera en silencio demasiado tiempo, sin embargo. Normalmente es algo que Spock aprecia, dentro de su propio silencio: el ruido constante de Jim y Maria y de la nave que funciona a su alrededor, en su interior.

Pasa más tiempo acunándola para que se duerma del que es, tal vez, absolutamente necesario. Pasa más tiempo abrazándola mientras duerme del que nunca ha pasado antes. Después de una hora y veintisiete minutos, Jim entra y se arrodilla junto a la cuna.

—Creo que se podría llamar a lo que estás experimentando ahora mismo “emoción”. Una mierda, ¿verdad? —Spock no lo ignora, sencillamente elige no contestar. Jim coloca una mano sobre la rodilla de Spock—. Vas a tener que soltarla algún día.

 

Ilustración de Mavitomo

 

 

 

Spock realmente no acepta que esto sea absolutamente cierto. Podría irse de la Flota Estelar y abrazar a su hija para siempre. A ella le gusta que la cojan en brazos, no pide que la coloquen en el suelo siempre que le cuenten historias, que le hablen. Podría hacer eso. Se lo dice a Jim, y debe de pensar que está bromeando, porque se ríe.

—Ahí está —dice, tras un momento, con voz cálida y sólida. Algo que Spock raramente oye dirigido a él; hay cierta tensión entre ellos, incluso ahora. Echaría de menos su ausencia permanente, pero aun así puede atesorar los momentos sin ella. Sospecha que es un recuerdo del modo en que el embajador Spock pudo sentirse hacia su Jim, la forma en que habla de ellos dos juntos—. He estado esperando a que llegues aquí.

—¿Y dónde es eso? —pregunta Spock, acostumbrado a estas alturas a la manía de Jim de embarcarse en elaboradas metáforas sin sentido antes de decir lo que quiere. A veces, sospecha que la oratoria es más para molestarlo que otra cosa. Aunque también está en la personalidad de Jim el ser grandilocuente y dramático.

—Nadie sabe cuál fue mi primera palabra, cuándo mi primer paso, ninguna de esas cosas —dice Jim—. Mi madre estaba fuera del planeta la mayor parte del tiempo, Sam tenía tres años. A Frank le importó una mierda, una vez apareció. Mi abuela murió antes de que nadie se interesara por mí lo suficiente como para preguntarle. Tú… bueno, tú creciste en Vulcano. Tu madre lo sabía, pero apuesto a que fingía que no era gran cosa. Te fuiste del planeta cuando tenías diecisiete años porque estabas cabreado… cállate, sabes que es verdad. —Spock discutiría, pero Jim y él probablemente nunca llegarán a estar de acuerdo en ese momento en particular de su historia. De lo que se ha convertido en su historia compartida, sin importar cuánto haya podido intentar combatirlo. Jim, tal vez, tiene derecho a opinar. En ocasiones, Spock se ha permitido a sí mismo creer que Jim lo conoce mejor de lo que se conoce a sí mismo.

—¿Quieres llegar a algún sitio?

—La primera palabra de Maria fue “papá”, y sabes de sobra que me lo estaba diciendo a mí. —Spock, en privado, opina que estaba hablando con Chekov, que era quien la tenía en brazos en ese momento. Decidió hace tiempo no compartir esa información Jim la recibiría de manera irracional—. Tenía nueve meses y no volvió a hablar en una semana. Ha dado el primer paso esta noche, y ha sido hacia ti. Así que, ya sabes, esto es mejor de lo que tú o yo tuvimos en nuestro momento.

Spock sospecha que sabe adónde quiere llegar Jim con esto. Sospecha que podría incluso tener razón, y al fin permite que recoja a Maria de sus brazos, haciendo esos pequeños sonidos calmantes y sin sentido que Spock no puede dominar. Permite que la deje en su cuna, y que se siente con Spock hasta que él mismo se levanta. Le permite desvestirlo; besar las marcas de estiramiento de su estómago que ha sido reacio a regenerar. Son pequeñas, nada que salte a la vista para alguien que no tenga una relación tan íntima con su cuerpo como Jim. Deja que Jim se tumbe tras él en la cama, calmando un sentimiento que no conoce con besos ligeros, y una respiración profunda y un toque lento y suave que siguen perfeccionando.

Al día siguiente, deja que Maria dé tres pasos tambaleantes, alejándose de él en el comedor, antes de recogerla de nuevo y colocarla sobre su cadera, que es el lugar al que pertenecerá durante al menos unos cuantos años más.

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Fin

¡Coméntalo aquí!

 

Puedes encontrar la primera parte en Nos aprendemos despacio

 

 

 

 

 

(1) Se respeta la escritura del nombre en su versión original, sin tilde. (N de la T). Vuelve.


(2) En la anatomía vulcana, el corazón está en la zona del estómago (N. de la T). Vuelve.